Dom
2
Nov
2014

Homilía Conmemoración de todos los fieles difuntos

Año litúrgico 2013 - 2014 - (Ciclo A)

Que no tiemble vuestro corazón

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Ayer celebramos la festividad de Todos los Santos, haciendo memoria de los difuntos que ya están en el Cielo. Hoy, sin embargo, recordamos a aquellos que, tras dejar este mundo, aún no han alcanzado el Cielo porque están pasando por el proceso purificador del Purgatorio. Si ayer celebramos que hay personas que han alcanzado la santidad, en la festividad de hoy oramos por esos difuntos que están en camino de conseguirla: para que su tránsito sea lo más corto posible y alcancen pronto la eterna felicidad.

Esta festividad nos recuerda que no somos perfectos. Nadie obtiene por sus propias fuerzas la santidad. Por eso, salvo que nos neguemos deliberadamente a acoger la misericordia de Dios –por lo que seríamos condenados eternamente (cf. CIC 1864)– o salvo que obtengamos de Él la gracia de la santidad, por ejemplo, muriendo como mártires –lo que nos abriría directamente las puertas del Cielo–, todos estamos abocados a pasar por el Purgatorio. Y éste tránsito será más largo o más corto dependiendo de nuestro grado de santidad –es decir, de nuestra madurez espiritual– y de lo mucho o poco que otras personas intercedan por nosotros.

Cuentan que, hace unos años, una señora que acababa de quedarse viuda, le preguntó a un sacerdote cuánto tiempo debía estar rezando por su marido y encargando Misas por él. El sacerdote, sin dudarlo, le contestó: «Señora, yo conocía bien a su marido, y le aseguro que en no más de tres años ha salido del Purgatorio». Es obvio que esta respuesta no tiene ningún sentido, porque una vez que morimos, salimos del mundo temporal y entramos en una dimensión en la que ya no corre el tiempo cronológico –con sus días, meses y años– sino el «tiempo espiritual». Por eso, el salmista le dice al Señor: «Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; una vela nocturna» (Sal 90,4). ¿Cómo transcurre el tiempo espiritual? Pues no lo sabemos, se escapa a nuestra capacidad de comprensión. Sólo sabemos que el paso por el Purgatorio no se trata de un tránsito que se pueda medir en un calendario.

El Purgatorio es un tiempo de transformación espiritual dura y costosa, pues toda purificación supone sufrimiento. No se trata de un castigo –como si Dios nos exigiese simplemente sufrir para llegar al Cielo– sino que se trata de un sufrimiento sanador, como el que debe pasar un enfermo para curarse. Por eso, cuanto menos sanos interiormente lleguemos a la muerte, el paso por el Purgatorio será más costoso.

Pues bien, siguiendo lo que hoy nos dice san Pablo, podemos ahorrarnos buena parte de ese proceso purificador del Purgatorio si ya, en esta vida, nos preocupamos por madurar interiormente, dejando de lado el «hombre viejo» –esclavo del pecado– para transformarnos en un «hombre nuevo» –que vive el Evangelio–. Para ello es imprescindible que le pidamos a Dios que nos envíe su gracia santificadora. Así, al morir, nos encontrará bastante –o totalmente– preparados para ir al Cielo.

Madurar espiritualmente en nuestra vida terrena va a exigirnos dolor y sacrificio, pero, sobre todo, nos va a permitir disfrutar, ahora, de un pequeño anticipo de la felicidad divina que disfrutan los que están en el Cielo. Y sabemos que esto es así gracias al testimonio de los santos. Sus edificantes vidas nos muestran que lo que uno pueda llegar a sufrir para purificarse interiormente no es nada en comparación con la felicidad que se experimenta en esta vida al alcanzar la santidad. Se trata de una felicidad generosa, que se comparte con los demás. Porque la principal cualidad de los santos no es el sufrimiento, sino la alegría. ¿Conocen algún santo triste?

Quizás alguien pueda decir: «Vale, eso suena muy bien, pero yo estoy tan mal, mi vida está tan hundida, que me siento incapaz de recuperarme». Ciertamente, todos nosotros, de un modo u otro, antes o después, hemos pasado o pasaremos por una situación difícil, porque es ley de vida tener altibajos. Pues bien, precisamente el texto de las Lamentaciones y el Salmo que hemos escuchado ponen voz a esas personas que pasan por un mal momento. Y nos hacen ver que, por muy hundida que esté nuestra vida, o por muy graves que sean los pecados que hemos cometido, siempre podemos confiar en la misericordia de Dios.

Esa es nuestra esperanza: que Dios nos trata con misericordia y nos rescata del mal si nos ponemos en sus manos. Por muy malos que creamos ser, Dios siempre nos tiene guardado un lugar en el Cielo, y no sólo allí: también aquí nos tiene reservado un lugar para estar con nosotros –ahora– en lo más hondo de nuestro corazón.

En los momentos de tristeza y angustia, recojámonos interiormente y entremos en la intimidad de nuestro corazón. Acerquémonos a Dios y dejemos que nos abrace y nos purifique con su amor. Es una experiencia dura –como toda purificación–, pero sobre todo consoladora. Así lo narra san Juan de la Cruz:

¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!

Eso es, precisamente, lo que están ahora experimentando los fieles difuntos en el Purgatorio. Por ellos celebramos esta Eucaristía, para que se consuma cuanto antes su plena unión con Dios.