Dom
24
May
2015

Homilía Domingo de Pentecostés

Año litúrgico 2014 - 2015 - (Ciclo B)

El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

  • De repente resonó un ruido del cielo, como un viento recio: el Espíritu de la fortaleza divina

La “carne” en la Biblia significa a veces lo débil, lo flojo. En contraposición, el “espíritu” significa lo fuerte, lo dinámico. Así, Jesús nos enseña que “el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26,42). A nosotros aquí nos interesa ver la personalidad del Espíritu Santo. Es en el Nuevo Testamento donde es revelada plenamente. Pero dicha revelación fue precedida en el Antiguo por una realidad polifacética a la que denominaron ruah. Uno de los significados de esta palabra es la de viento. El viento implica muchas veces la fuerza. Así lo proclaman Moisés y los israelitas al ver el exterminio del ejército del Faraón: “Al soplo de tu nariz se amontonaron las aguas, las corrientes se alzaron como un dique, las olas se cuajaron en el mar. Sopló tu aliento y los cubrió el mar” (Ex15,8.10) . Con la fuerza del espíritu de Dios infundido en Sansón, éste “despedazó un león como se despedaza un cabrito” (Jue 14,6). En el Misterio de Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta en la fuerza de “un viento recio”. Los discípulos se habían recogido en el Cenáculo atemorizados, presos de miedo. Al recibir el Espíritu Santo su miedo se cambia en fortaleza que da testimonio del Señor. El mismo Señor había anunciado a los discípulos: El Espíritu que os enviaré desde el Padre “dará testimonio de mí y también vosotros daréis testimonio”, como vemos en el evangelio de hoy. Nosotros lo hemos recibido en el bautismo y, más aún, en la confirmación. La fortaleza recibida de él nos impulsa a vencer todo miedo y a dar testimonio de Jesucristo con la misma valentía de los apóstoles.

  • Andad según el Espíritu: el Espíritu santificador

Dirigiéndose a los Gálatas, san Pablo nos habla en la segunda lectura de otro efecto que produce la acogida de la acción del Espíritu en nosotros: la transformación del hombre que es llevado por la “carne” en hombre regenerado. “Carne” aquí significa el hombre que se deja dominar por los impulsos desordenados que existen en el ser humano, “caído” desde el pecado de los primeros padres. El Espíritu y la “carne” son dos realidades contrapuestas, pero no del mismo nivel: el Espíritu es superior a la “carne” y con su acción transforma al “hombre caído” en hombre regenerado, santificado, “espiritualizado”, del que brotan los frutos de la caridad, la paz, el dominio de sí. En el fondo, es la misma enseñanza que nos presenta san Juan en el diálogo de Jesús con Nicodemo: “el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu” (Jn 3.5-6). Aquí “carne” significa el simple hombre: lo que nace de un hombre es sólo hombre, no un hombre que está animado y transformado por la actuación del Espíritu. Lo mismo encontramos en la Epístola a Tito al hablarnos del “baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que (el Padre) derramó con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos, en esperanza, herederos de vida eterna (Tit 3,5-7).

  • El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena: el Espíritu consumador

El Espíritu Santo, al actuar en nosotros, no se contenta con medias tintas, sino que, como leemos en el evangelio de hoy, progresivamente nos va llevando “hasta la verdad plena”, es decir, a la comprensión y vivencia perfecta del misterio de Jesucristo, encarnándolo en nuestra vida personal y en la historia del mundo, en la pluralidad de culturas de nuestro mundo. Va llevando los hombres a una comunión o compenetración que se realiza en diversos niveles. No en vano desea san Pablo a los corintios que “la comunión del Espíritu Santo” esté con todos ellos (II Cor 13,13). El Espíritu Santo consuma la vida y obra del mismo Jesucristo (= Jesús el Ungido), consuma la vida cristiana de cada uno de nosotros, sus discípulos, consuma el Misterio de la Iglesia en sí misma y en su misión evangelizadora y consuma los no cristianos que se dejan guiar por su voz, que resuena en la conciencia, la cual, como nos dice el concilio Vaticano II es “el sagrario del hombre” (GS 16), aunque éste a veces no sea consciente de ello. Respecto a los cristianos, san Pablo nos enseña que el Espíritu Santo habita en nosotros, pasando así a ser su templo (cf. I Cor 3,16; 6,19). Como Maestro Interior, toma la iniciativa en nuestras vidas, nos conduce por medio de sus “dones” y con su unción nos enseña acerca de todas las cosas (cf. I Jn 2,27), llevándonos sucesivamente “hasta la verdad plena”.