Dom
31
May
2015

Homilía La Santísima Trinidad

Año litúrgico 2014 - 2015 - (Ciclo B)

Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Con la fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia hace algo que nosotros repetimos muchas veces cuando oramos, y es terminar este ciclo de grandes fiestas litúrgicas con un “Gloria” solemne al Dios Uno y Trino. Primero vino la Navidad; después, la Pasión, Muerte y Resurrección; finalmente, el regalo del Espíritu Santo. Ante esto, la Iglesia entera responde: "Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo."

Cuando se habla de la Trinidad, estamos demasiado acostumbrados a que lo que más se subraye sea el hecho de que es un misterio, es decir, incomprensible. Y eso hace que nos desentendamos: ¡si no se puede entender, mejor no pensar en ello! Sin embargo, ¡no es así! El Papa Benedicto XVI en una de sus catequesis nos explicó que, cuando la Iglesia dice «misterio», no quiere decir "algo oscuro y difícil", sino "realidad luminosa y bella, aunque inabarcable". Nuestra propia vida, nuestras relaciones, son misteriosas, en el mismo sentido en el que Dios es misterioso.

Desde que el hombre existe sobre la tierra ha estado abierto a lo divino, a lo sagrado, a lo misterioso. Cuando la razón da un paso mayor en la Historia de los hombres, estos se empiezan a dar cuenta de que Dios tiene que ser alguien que sea capaz de explicar todas las cosas y, por lo tanto, no puede haber muchos dioses. Dios tiene que ser un 'primer principio' que explique realmente todo.

Pero hay algo que el que el 'primer principio' deja sin explicar: el amor humano. Deja sin explicar la paternidad, la maternidad o el amor esponsal. Sirve para explicar cómo nace el mundo físico, pero no sirve para explicar el amor.

Descubrir que Dios es una comunión de Personas tiene dos consecuencias enormes para la vida humana. La primera: Dios ya no es un ser solitario, Dios es un desbordar de Amor; y la Creación no es para cubrir ningún vacío de Dios, sino para comunicarse. Y la segunda: que Dios es Amor hace entender que la vida y el ideal de la vida humana es donación. Y que la persona humana es, ante todo, relación. El ideal de una sociedad constituida como una comunidad de personas que se aman sólo puede construirse sobre la Trinidad.

El rostro de Dios que nos ha revelado Jesucristo es que Dios es Amor, comunión de vida y de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y el Dios que es Amor no vive para sí: ha querido hacer partícipe de su misma vida de amor al hombre, al que crea a su imagen y semejanza. Así pues, el ser humano no es fruto del azar, sino que es creado por amor y para el amor, que tiene su fuente y su meta en el Dios Uno y Trino. Hemos de recuperar este sentido de Dios Trinidad en nuestras vidas. Porque lo importante, lo decisivo, la única y verdadera realidad es Dios y la vida en Dios, que es el Amor. Esto es lo fundamental para el cristiano, esto es lo nuclear para la Humanidad.

Puede parecer un ideal irrealizable, pero, una vez más, el Señor ha dado el primer paso. En la Eucaristía está todo el amor de Dios Trinitario que se derrama sobre cada uno y que, a su vez, nosotros debemos comunicar a los demás. Es ahí, en la cruz, donde se debe definir qué es el amor para descubrir que son inseparables el amor de Dios y el amor a los hombres. "No se trata ya, dijo Benedicto XVI, de un 'mandamiento' externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor".

Somos distintos, venimos de procedencias diversas, con nuestra particular manera de pensar, atravesando situaciones diferentes; y, sin embargo, todos estamos unidos en una unidad en torno al Señor, presente, real, con su cuerpo y alma, con su divinidad entera, en el Pan de la Eucaristía. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con Él. De este modo descubrimos que la comunión con el Señor siempre es también comunión con los hermanos.

Nuestra fe no es para vivirla con miedo ni con temor, sino con alegría y esperanza, porque nos permite dirigirnos a Dios como hijos, sabiendo que de antemano somos amados, esperados y queridos por el Padre. No creemos en un Dios que se desentiende de nosotros, sino que nos acompaña, nos habla y nos escucha sobre todo aquello que nuestro corazón tiene necesidad de confiarle. Jesús nos ha comunicado su Espíritu para que nos ayude a orar y a conversar con el Padre tal como Él lo hacía. Si resulta admirable que nos podamos dirigir a Dios como Padre, no lo es menos que nos podamos sentir hijos, y aún, llenos de su mismo Espíritu.

Dios Padre, a través del Hijo y de quienes Él ha llamado a su seguimiento, inicia una nueva Humanidad con un diluvio de amor y de bondad. Todos los cristianos, llamados a hacer camino con el Hijo, escucharán y verán; creerán y dudarán, pero Él les dirá: "Id, convertid a todos los pueblos, enseñándoles todo lo que habéis aprendido de mí. Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo".

En este día de oración por la vida contemplativa recordamos nuestros monasterios, donde las hermanas se ganan el pan de cada día trabajando con sus manos. No son piezas de museo para dar lustre a nuestras viejas ciudades. El tañido de su campana nos recuerda que ahí existe siempre el regalo de una sonrisa amiga, limpia y transparente, susurros de Dios, bocanadas de aire fresco, reflejos del amor gratuito e incondicional del Señor. Su vida fraterna quiere ser, aunque pobre y humildemente, profecía y anticipo de la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo hacia la que nos encaminamos.