La espiritualidad de la Iglesia legalizada

Una vez legalizada, la Iglesia se expandió, mejoró su organización, desarrolló la liturgia y edificó iglesias como lugares de reunión comunitaria.


Tras la Paz de Constantino, la Iglesia tenía total libertad para predicar el Evangelio por todo el Imperio: ese fue el más importante beneficio que obtuvo al cambiar su estatus. Ello trajo consigo una fuerte expansión del cristianismo, pues no sólo comenzaron a convertirse en masa los habitantes de las ciudades, sino que, además, los misioneros cristianos emprendieron la evangelización de las zonas rurales –los pagos–, hasta entonces casi totalmente descristianizadas: de ahí el término pagano. A lo largo del siglo IV la población cristiana pasó de ser el 10% de los habitantes del Imperio al 50%.

Asimismo, el fin de las persecuciones también permitió a la Iglesia mejorar su organización y crear instituciones y mecanismos eficaces para tomar decisiones –organizando Concilios ecuménicos y Sínodos–, atender a los más necesitados –creando albergues, hospitales y orfanatos– y celebrar una buena liturgia.

¿Por qué se desarrolló la liturgia?

Debido a que las celebraciones comunitarias podían ser un medio para extender herejías, la Iglesia promovió la elaboración de libros litúrgicos «oficiales». Por ello, éste fue un momento de gran creatividad litúrgica: mejoraron mucho los textos y la música, y cada Iglesia local adaptó la liturgia a su cultura, siempre respetando la doctrina establecida. La Iglesia occidental optó por el latín para las celebraciones comunitarias, pues cada vez menos gente conocía el griego.

Como ya no era necesario reunirse furtivamente en las casas familiares, la Iglesia comenzó a construir lugares públicos de culto: las iglesias. Curiosamente, éstas no tenían la distribución interior de los templos paganos, en los que se reservaba un lugar de especial «presencia divina», a la que se da culto, sino la estructura de las basílicas, que estaban especialmente pensadas para reunir a la gente en actos multitudinarios. Los cristianos sabemos que Dios, si bien está en todas partes, se hace especialmente presente allá donde varios creyentes se reúnen en nombre de Jesús (cf. Mt 18,20). Por eso las iglesias son lugares de reunión comunitaria.

En el siglo IV se generalizó la celebración de la Eucaristía en los días de diario y se desarrollaron las celebraciones eucarísticas para el Triduo Pascual, Navidad, Epifanía y las fiestas de los santos. En las celebraciones, el pueblo participaba activamente con cantos y oraciones. Además, generalmente entendía bien la lengua empleada en la liturgia. Por todo ello, aquellas Eucaristías eran una hermosa celebración comunitaria en la que los asistentes compartían su fe y una viva experiencia espiritual.

También se potenció la oración comunitaria. Si en tiempos de las persecuciones la oración era fundamentalmente individual y se realizaba en las casas, tras la paz constantiniana la oración adquirió un fuerte carácter comunitario. Se constituyeron dos tipos de Oficio divino:

  • el Oficio catedralicio, en el que el pueblo fiel oraba junto a su obispo y sus presbíteros en la catedral;
  • el Oficio monástico, rezado por los monjes en su capilla.

Para que nos demos cuenta de la importancia espiritual de la oración comunitaria de aquella época, dejemos que san Agustín (354-430) nos relate su experiencia en este bello texto en el que habla con Dios:

«¡Cuánto lloré también oyendo los himnos y cánticos que para alabanza vuestra se cantaban en la iglesia, cuyo suave acento me conmovía fuertemente y me excitaba a devoción y ternura! Aquellas voces se insinuaban por mis oídos y llevaban hasta mi corazón vuestras verdades, que causaban en mí tan fervorosos afectos de piedad, que me hacían derramar copiosas lágrimas, con las cuales me hallaba bien y contento» (Confesiones, 9, 6, 14).

Los ejercicios ascéticos también adquirieron una forma comunitaria. Un claro ejemplo es la Cuaresma, que es un tiempo de preparación, por una parte, para los catecúmenos que se van a bautizar en Pascua, por otra parte, para los penitentes que quieren reconciliarse con Dios y, asimismo, para todos los fieles en general que desean llegar preparados para vivir intensamente la Resurrección del Señor en la Pascua. Pues bien, el ayuno cuaresmal de cuarenta días fue establecido en Roma en torno al año 350, y unos años más tarde, en tiempos del Papa san Dámaso (304-384), ya estaba organizado.

¿Cómo era el culto a Cristo, a los mártires y a María?

Poco a poco, en tanto que se fue haciendo patente que el Imperio se cristianizaba, el pueblo fiel dejó de ver a Jesús como Aquel que, dentro de su corazón, compartía su dolor y sufrimientos, para verlo como «el Dios del Imperio». Con lo cual, su imagen poco a poco se fue alejando mentalmente de los fieles cristianos, que pasaron a imaginarlo sentado en lo alto, en su corte celestial, apartado de la realidad mundana.

Sabemos que ya existía el culto a los mártires antes de la Paz de Constantino. Pero en esta época aumentó mucho. En efecto, como pasaba en una corte terrenal, en la que si se quería acceder al gobernante era preciso contar con la ayuda de un mediador cercano a él, los fieles cristianos sintieron la necesidad de contar con mediadores en la corte celestial para ser escuchados por Jesús, y los mejores eran los mártires, pues son los que están más cerca de Él. Por ello, el culto a los mártires se extendió muchísimo, promovido por los obispos, que edificaron grandes iglesias sobre sus tumbas.

Sin embargo, el culto a María se desarrolló mucho menos que el de los mártires, porque podía ser fácilmente confundido con el culto a las diosas paganas (Celeste, Isis, Artemisa, Demeter, etc.), las cuales despertaban una gran devoción en el mundo grecorromano, y también entre los cristianos recién convertidos. Hubo que esperar al siglo V, una vez que fueron prohibidas las religiones paganas y se definió el dogma de la Madre de Dios (431), para que la Iglesia se decidiese a propagar con fuerza el culto a María.

¿Cuál fue la primera oración a María?

La primera oración mariana de que se tiene constancia –a excepción del Magníficat (Lc 1,46-55)– fue compuesta probablemente en Egipto en torno al siglo III. Es ésta:

«Bajo tu amparo nos acogemos,

santa Madre de Dios;

no deseches las súplicas

que te dirigimos en nuestras necesidades;

antes bien, líbranos de todo peligro,

¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!».

Humanización del Imperio y decadencia religiosa

Es importante destacar que, a medida que los emperadores se convirtieron al cristianismo, fueron cristianizando y humanizando las leyes y costumbres del Imperio. Por ejemplo, en el siglo IV dejó de emplearse la crucifixión para ejecutar a los condenados y se prohibieron los combates de gladiadores y otros espectáculos cruentos en el circo. Y como ya hemos comentado, la Iglesia creó instituciones para proteger a los más indefensos: los pobres, los huérfanos y las viudas.

Pero el final de las persecuciones y la consiguiente expansión de la Iglesia trajeron consigo la masificación del cristianismo y, a la postre, un descenso en la «calidad» de su vida espiritual. Por ello, poco a poco las comunidades cayeron en una decadencia religiosa. Como reacción, algunos cristianos optaron por el monacato buscando en esta forma de vida una alta «calidad» espiritual.

Ya hemos visto que la Iglesia perdió su independencia respecto del emperador sobre todo en el Oriente, donde éste se consideraba como el «obispo de los obispos», inmiscuyéndose enormemente en las cuestiones internas de la Iglesia y sirviéndose de ella para gobernar. Ello trajo consigo una penosa consecuencia: las grandes familias vieron en el episcopado una forma rápida y cómoda de obtener poder. Por ello pugnaban para que destacados miembros de su familia fuesen ordenados obispos. Esta lamentable lacra también afectó a la Iglesia de Occidente.

Asimismo, la cristianización del Imperio fue un ámbito muy propicio para que surgiesen múltiples conflictos religiosos y herejías, provocados en muchas ocasiones por motivos políticos. Para intentar resolver estos problemas, se organizaron numerosos Sínodos y Concilios, lo que obligó a los obispos a ausentarse demasiado tiempo de sus diócesis.