Desarrollo del monacato en la Iglesia de Occidente

El monacato de Oriente llegó a Occidente y ayudó a evangelizar las zonas rurales bajo diferentes reglas de vida masculinas y femeninas.


Sin olvidar que los miembros del clero secular son una importantísima referencia para el pueblo fiel, la aparición de la vida religiosa supuso en Occidente un gran revulsivo espiritual.

En el capítulo anterior vimos el nacimiento del monacato, el cual se produjo en Oriente. Pues bien, hubo que esperar unos años a que este fenómeno llegase a Occidente y se extendiese rápidamente, convirtiéndose en el brazo evangelizador de la Iglesia en las amplísimas zonas rurales. No en vano, al periodo que va del siglo V al XII se le llama en Europa occidental «la era monástica». En el siglo XIII aparecieron los frailes mendicantes, lo cual supuso un cambio sustancial en la vida religiosa.

Las vírgenes y los ascetas eran un elemento fundamental de toda la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente. Si bien esta forma de vida fue un importante caldo de cultivo para el posterior desarrollo de la vida religiosa, en Occidente ésta apareció como tal –es decir, como una renuncia total para seguir a Cristo– gracias a la influencia del monacato oriental.

¿Cómo se conoció el monacato en Occidente?

En efecto, la vida de los monjes del desierto egipcio se conoció en Roma cuando san Atanasio (ca. 295-373) visitó esta ciudad en el año 339 junto a dos monjes que eran discípulos de san Antonio Abad (ca. 251-356). Su testimonio supuso una grata sorpresa para los cristianos de Roma. Años después san Atanasio escribió la Vida de Antonio (ca. 357), y esta obra se difundió por todo el Imperio Romano, mostrando el radical modo de vida del monacato a una Iglesia cuyas comunidades comenzaban a caer en decadencia.

Ello provocó que de todas las regiones surgieran varones dispuestos a dejarlo todo para buscar a Dios fuera de las ciudades. Unos optaron por ir a Egipto o a Palestina y otros por adentrarse en los parajes solitarios de su entorno. Y así, poco a poco, se fueron creando colonias de ermitaños en Occidente, las cuales llegaron a ser numerosas en la Edad Media.

Asimismo, se fue desarrollando el monacato cenobítico. Como pasaba en Oriente, los monasterios femeninos se establecieron generalmente en las ciudades y los masculinos en el campo. Si bien, las invasiones germanas afectaron en un principio al buen desarrollo de la vida religiosa, con el paso del tiempo, gracias a la cristianización de los pueblos germanos y a la inculturación de las monjas y los monjes, la vida religiosa se expandió profusamente en la Edad Media, de tal forma que los monasterios se constituyeron en una referencia evangélica muy importante. Los monjes, predicando en las iglesias y trabajando codo con codo junto a los campesinos, y las monjas, con la ejemplar presencia de sus comunidades en medio de las casas de la gente, daban –y dan– un magnífico testimonio del Evangelio.

La expansión de la vida religiosa trajo consigo la proliferación de diferentes Reglas de vida. Muchas de ellas apenas perduraron en el tiempo. Por otra parte, una característica importante de la vida monástica de esta época es que se apoyaba en el pacto de fidelidad –propio del vasallaje– que hacían el abad del monasterio y cada uno de sus monjes: el abad se comprometía a acogerles misericordiosamente y los monjes a obedecerle a él y a la Regla. La misma relación se establecía entre las abadesas y sus hermanas, pues el monacato femenino se desarrolló en sintonía con el masculino.

En Francia, el monacato nació de la mano de san Martín de Tours (316-397) y, probablemente, de san Hilario de Poitiers (ca. 315-367). También tuvieron gran difusión las Reglas escritas por san Cesáreo de Arles (470-543). En España y Portugal destacaron la Regla de san Isidoro de Sevilla (ca. 556-636) y de san Fructuoso de Braga († 665). Pero es preciso detenernos en las tres Reglas más importantes:

  • las de san Agustín de Hipona (354-430)
  • san Benito de Nursia (ca. 480-547)
  • y san Columbano el Joven (ca. 543-615)

El monacato según la regla de San Agustín

Como es lógico, ya había vírgenes y colonias de eremitas en la zona de Cartago (actual Túnez) antes de que san Agustín de Hipona se estableciese en Tagaste con varios amigos en el año 388. Pero no parece que existieran por entonces monasterios cenobíticos y, de ser así, fueron rápidamente incorporados al monacato agustiniano.

¿Cómo fue la vida de San Agustín en su juventud?

La vida de san Agustín es muy interesante. Nació en Tagaste (nordeste de la actual Argelia). Era hijo de un pequeño propietario y consejero municipal, y de una piadosa cristiana: santa Mónica (322-387). Estudió retórica en Cartago (370), Roma (383/384) y Milán (384).

Teniendo 19 años, leyó el Hortensio de Cicerón (107-43 a.C.) y eso le produjo un gran cambio en su vida: decidió convertirse a la «sabiduría» y para ello tomó con radicalidad el camino maniqueo, que cree en la existencia de dos principios irreductibles: el bien y el mal, que luchan entre sí. Agustín pasó así a ser un furibundo anticristiano. Después conoció otras escuelas filosóficas, pero, de hecho, ninguna daba sentido a su vida.

Con 32 años era un reconocido intelectual en Milán, sede de la corte del Imperio de Occidente. Allí escuchó las predicaciones de san Ambrosio (ca. 333-397) y leyó las Escrituras, lo que le hizo recapacitar sobre el verdadero sentido de su vida, y así, recobró la fe.

Entonces comenzó a reflexionar sobre cómo podía vivir plenamente el ideal cristiano. Leyendo la Vida de Antonio obtuvo la respuesta: la vida monástica. Renunció a la cátedra y a la mujer con la que convivía y se retiró a una finca rural cercana a Milán, en Casicíaco, con su madre, su hijo Adeodato, su íntimo amigo Alipio y otros amigos. Al año siguiente volvió a Milán. Allí asistió a las catequesis cuaresmales de san Ambrosio y fue bautizado. Entonces se decidió a conocer diferentes comunidades cenobíticas de Milán y Roma.

Con 34 años partió a África y se estableció en Tagaste donde transforma su casa paterna para poder vivir en comunidad con sus amigos. Todavía no era una vida propiamente monacal, pues no renunciaban a sus bienes personales. Hacia el año 391 Agustín fue a Hipona donde fue ordenado sacerdote y fundó al lado de la catedral un monasterio de monjes no ordenados, es decir, que no eran clérigos. Como monje y sacerdote, se dedicó a la vida contemplativa, al estudio y a la predicación

¿Cómo se creó la regla de San Agustín?

Pasados unos siete años, fue nombrado obispo coadjutor. Y dos años después ya era obispo diocesano. Tuvo entonces que dejar el monasterio de monjes no ordenados e ir a vivir a la casa episcopal donde fundó un monasterio de monjes clérigos. Se trataba de una comunidad de monjes dedicados a labores pastorales. Entonces, hacia el año 397, su amigo Alipio se decidió a escribir unas normas de vida para los monasterios agustinianos, y Agustín le añadió una introducción que, a la postre, pasó a ser la Regla de san Agustín.

En su cargo de obispo, san Agustín incrementó su actividad evangelizadora y literaria, y profundizó en la doctrina cristiana. Pastoralmente, se ocupó con sumo cuidado y abnegación de los asuntos concernientes a su propia diócesis: administración, predicación, cuidado de los pobres, etc. También se dedicó a fundar monasterios masculinos y femeninos. De éstos últimos, el más famoso fue el de Hipona, en el que puso a su propia hermana como superiora. Esta comunidad de monjas se ocupaba de criar a niñas abandonadas y a las huérfanas confiadas al obispo. Con 76 años, san Agustín murió en Hipona cuando esta ciudad estaba siendo asediada por los invasores vándalos.

El monacato agustiniano tuvo una expansión muy grande gracias al prestigio de san Agustín, a los obispos formados bajo su influencia y a que hubo familias pudientes que aportaron dinero, casas y villas. Pero, desgraciadamente, no tuvieron éxito los intentos por extender este tipo de monacato en Europa. Y además, a causa de la expansión musulmana en el norte de África, en el siglo XI se extinguió el último monasterio agustiniano. Pero –cosas de la divina Providencia– en ese mismo siglo la reforma gregoriana impuso a los canónigos regulares la Regla de san Agustín. Más tarde la tomaron algunas Órdenes mendicantes y muchos otros Institutos religiosos. Lo veremos en siguientes capítulos.

Principales elementos de la Regla de san Agustín

La Regla agustiniana ofrece un ideal de vida en el que brillan estos valores:

  • Interioridad. El pensamiento agustiniano anima a buscar la plenitud y la verdad en el interior del ser humano. Es necesario el conocimiento de uno mismo para conocer a Dios y al mundo. Para ello son de gran ayuda el rezo y la contemplación.
  • Comunión. Así comienza la Regla: «Lo primero por lo que os habéis congregado en comunidad es para que habitéis en la casa unánimes y tengáis una sola alma y un solo corazón hacia Dios» (n. 3). Asimismo, el monje y, obviamente, la monja, han de dar culto a Dios a través del hermano: «Vivid, pues, todos unánimes y concordes y honrad los unos en los otros a Dios, de quien sois templos vivos» (n. 9).
  • Caridad. El amor fraterno ha de ser el verdadero camino ascético del monje y, sobre todo, su vínculo de unión con Dios y los hermanos.
  • Libertad espiritual. La libertad agustiniana consiste en escoger espontáneamente hacer la voluntad de Dios. Es importante hacerlo con amor y alegría.
  • Servicio a la Iglesia. San Agustín situó sus monasterios dentro de las ciudades para que prestasen un buen servicio a la Iglesia diocesana. En su monacato se unificaban estrechamente lo clerical y lo monástico. Pero el monje no debía dejarse llevar únicamente por la actividad pastoral. De ahí la gran importancia que tiene el saber conjugar la contemplación y el apostolado.

El monacato según la regla de San Benito

Hagamos ahora un pequeño recorrido en la vida de san Benito (ca. 480-547). Su familia formaba parte de la pequeña nobleza rural de Nursia (en el centro de Italia). Estando en Roma, dejó los estudios y abandonó la casa y los bienes paternos para retirarse a vivir sólo para Dios en un lugar deshabitado cerca de Subiaco.

Pasados unos años, su fama de santidad se extendió por la región y fue reclamado para ser el abad de una comunidad cenobítica de monjes. Tras pasar muchas calamidades, llegó a fundar varios monasterios, pero ciertos problemas con un presbítero de la región le impulsaron a dejar aquello e irse con varios discípulos a Montecasino para fundar otro monasterio, donde redactó su famosa Regla de vida, fundando así a los benedictinos. Allí falleció con 67 años.

La hermana de san Benito, santa Escolástica (ca. 480-ca. 547), fundó cerca de Montecasino otro monasterio, pero no está claro que tomara la Regla de su hermano. Probablemente confeccionó, o tomó, una Regla mixta, en la que se combinaban elementos tomados de otras Reglas con el fin de dar respuesta a las circunstancias específicas de la comunidad. Esto era muy común en el monacato femenino de esa época. Todo apunta a que los primeros monasterios femeninos que tomaron la Regla de san Benito datan del siglo VII, dando origen a las benedictinas. Éstas se difundieron por toda Europa junto con sus hermanos benedictinos. En muchos casos formaron monasterios mixtos.

¿Cómo se difundió la regla de san Benito?

Volviendo a Montecasino, pasados algo más de treinta años de la muerte de san Benito, este monasterio fue destruido en una invasión de los Lombardos. Ello hizo que los monjes huyeran a Roma. Allí, el Papa Pelagio II (570-590) les asignó el monasterio de San Pancracio, situado junto a Letrán. La presencia en Roma de aquellos buenos monjes ayudó a que la Regla de san Benito fuera conocida y apreciada por los Papas, por lo que apoyaron mucho su expansión.

Quien más contribuyó en ello fue precisamente el primer Papa benedictino: san Gregorio Magno (540-604), gracias, sobre todo, a haber escrito la Vida de san Benito (ca. 590), que tuvo una gran difusión en la Iglesia occidental. Analizaremos las características de esta Regla en el próximo capítulo, cuando estudiemos por qué fue escogida en el periodo carolingio (772-870) para reemplazar al resto de Reglas monásticas de Occidente.

El monacato celta

Irlanda no fue conquistada por el Imperio Romano. Por ello, cuando fue evangelizada, el cristianismo tuvo que inculturarse directamente en la sociedad celta. A partir de mediados del siglo VI el monacato celta experimentó un gran auge. Tanto es así, que la Iglesia pasó a ser básicamente monástica, pues era administrada por monjes, cuyas parroquias se correspondían con los distritos de los clanes familiares. Los jefes de los clanes eran los propietarios de los monasterios.

Obviamente, aquel primitivo monacato estuvo influenciado por la antigua religiosidad celta, que destacaba por su estrecho vínculo con la naturaleza y su creencia en los «espíritus». Pero pronto comenzó a sobresalir por el estudio de las Sagradas Escrituras y los Padres de la Iglesia, y por la copia de manuscritos.

Influenciados por los escritos de los Padres del desierto, destacaron por la práctica de un riguroso ascetismo y por la búsqueda de la vida solitaria. Asimismo, daban importancia a la actividad misionera, lo cual les ayudó a extenderse rápidamente no sólo por las islas británicas, sino también por centro Europa, evangelizando amplias regiones paganas e introduciendo elementos de la religiosidad celta en la espiritualidad cristiana.

Destacan dos monjes: san Columbano el Viejo († 597) que extendió el monacato celta hasta el norte de la actual Inglaterra y san Columbano el Joven (ca. 543-615) que, cruzando el Canal de la Mancha, lo difundió por amplias regiones del continente europeo. Este monje escribió dos Reglas, una espiritual y otra disciplinar. Ambas destacan por su gran exigencia ascética, con largos ayunos a pan y agua, y duros castigos por las faltas. Esta gran rudeza provocó que, pasado el tiempo, las Reglas de san Columbano fueran reemplazadas por la Regla de san Benito.