Pilares espirituales

El clero y las órdenes religiosas fueron pilares espirituales, sobre todo la espiritualidad ignaciana y los nuevos institutos femeninos de vida activa.


El Concilio de Trento se preocupó mucho de la salud espiritual del clero secular. Por ello tomó medidas importantes. Obligó a los obispos a residir en sus diócesis, convocar sínodos diocesanos anuales y visitar sus diócesis. También les exigió erigir seminarios para proporcionar una buena formación pastoral y espiritual a los futuros sacerdotes seculares.

Las Órdenes de frailes y monjas «reformados» del siglo XVI siguieron siendo una importante referencia espiritual para el pueblo fiel en los dos siguientes siglos, pues, en cierta medida, supieron conservar la observancia y calidad espiritual que les eran característicos. Obviamente, también las Órdenes no reformadas ofrecían a todos un buen ejemplo.

La espiritualidad ignaciana tenía cada vez más influencia, pues los jesuitas la difundían profusamente en sus iglesias, colegios y misiones. Muchos grandes personajes de esta época estudiaron en un colegio de la Compañía, o fueron dirigidos espiritualmente por un jesuita, o hicieron los ejercicios espirituales ignacianos.

También comenzaron a surgir nuevos Institutos de vida apostólica que se volcaron en ejercer tareas muy necesarias para la sociedad, como son la educación de niños y jóvenes y el cuidado de ancianos, enfermos y huérfanos. Destaca la Orden de los Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, es decir, los Escolapios, fundados en 1617 por san José de Calasanz (1557-1648). Se trata del primer Instituto religioso cuya misión específica es la enseñanza escolar gratuita de niños y jóvenes pobres.

Institutos femeninos de vida activa

El desarrollo de la vida apostólica femenina ha sido más complejo que el de la masculina. A finales del siglo XV hubo comunidades de religiosas terciarias que optaron por salir de la estricta clausura para hacer obras educativas y caritativas. Y siguiendo su ejemplo, en el siglo XVI surgieron los primeros Institutos religiosos femeninos con vocación apostólica. El primero es la Congregación de Hermanas Angélicas de San Pablo –las Barbanitas–, fundado en Italia, en 1530, por san Antonio María Zaccaria (1502-1539). El Papa Pablo III (1568-1549) lo aprobó en 1535.

Pero las cosas cambiaron notablemente cuando el Papa san Pío V publicó la bula Circa pastorales (1566), con el fin de unificar la vida religiosa femenina y evitar ciertos excesos, obligando a todas las religiosas a guardar una estricta clausura. A las comunidades de religiosas terciarias se las obligó a adoptar la estricta clausura contemplativa, es decir, a convertirse en monasterios. Sin embargo, a los Institutos religiosos femeninos se les dio dos opciones:

  • o bien elegían formar parte de la vida religiosa, renunciando al apostolado fuera de la clausura,
  • o bien podían optar por el apostolado formando una Sociedad de vida apostólica, es decir, renunciando a la vida religiosa.

Ante esta tesitura hubo diferentes posturas.

La Orden de la Visitación, fundada en 1610 por san Francisco de Sales (1567-1622) con ánimo de que las hermanas se ocupasen fuera de la clausura de los pobres y enfermos, optó por la vida religiosa, por lo que pasaron a dedicarse a la enseñanza de niñas en internados.

Algo parecido ocurrió con las Hermanas Angélicas de San Pablo, así como con la Orden de Santa Úrsula –las ursulinas–, fundada en 1535 por santa Angela Merici (ca. 1470-1540), aunque una parte de este Instituto decidió mantener el apostolado original de la Congregación, pasando a ser una Sociedad de vida apostólica.

¿Cómo nacen las Hijas de la Caridad?

Cuando san Vicente de Paul (1581-1660) y santa Luisa de Marillac (1591-1660) fundaron a las Hijas de Caridad en 1633, optaron por el apostolado, constituyéndolas como una Sociedad de vida apostólica. Cierto es que, años antes, en 1625, san Vicente de Paul ya había fundado otra Sociedad de vida apostólica: la Congregación de la Misión, cuyos miembros son también llamados Paules, Lazaristas o Vicentinos.

Se llega a decir que alguien es una «hija de la caridad» como sinónimo de que es un «santo»

El fin de este Instituto es el de predicar el Evangelio por zonas pobres y descristianizadas, y de colaborar en la buena formación de los seminaristas diocesanos. Pues bien, las Hijas de la Caridad pronto se extendieron y se convirtieron en el Instituto femenino más numeroso.

Su misión es bien conocida: acoger a niños abandonados y a ancianos, socorrer a pobres, atender a enfermos, educar a niños y jóvenes, etc. Su fama es tan grande que, al menos en España, decir que alguien es una «hija de la caridad» es sinónimo de decir que es un «santo». Otras Sociedades de vida apostólica femeninas se crearon en los siglos XVII y XVIII para gran provecho de la sociedad, sobre todo de los más necesitados.

¿Qué congregación fundó Mary Ward?

El caso más significativo lo protagonizó la inglesa Mary Ward (1585-1645), quien, inspirándose en los jesuitas, fundó en 1609 una Congregación femenina de enseñanza en la que no se contemplaba la clausura: el Instituto de la Bienaventurada Virgen María.

Esta Congregación se extendió rápidamente por Europa. Si bien el Papa Pablo V (1552-1621) era favorable a ella, la Santa Sede decidió disolverla en 1631, debido a las numerosas quejas que provocaba entre los obispos y algunos miembros de la Curia romana. Mary Ward se negó a renunciar a la vida religiosa apostólica, por lo que fue juzgada y encarcelada por la Inquisición como supuesta hereje. Aunque al cabo de un tiempo fue declarada inocente, no se admitió su demanda. La Congregación por ella fundada sobrevivió en Roma y Alemania.

Bastantes años después, en 1749, el Papa Benedicto XIV (1675-1758) publicó la Constitución Apostólica Quamvis justo (1749), en la que se flexibilizaba la clausura de las comunidades religiosas que quisiesen realizar actividades caritativas o educativas. Esto facilitó la formación de Congregaciones femeninas apostólicas. Y en 1900 el Papa León XIII (1810-1903) publicó la Constitución Apostólica Conditae a Christo, en la que eliminaba definitivamente la obligación de la clausura en la vida religiosa femenina.

¿Cuál fue el impacto de la expansión misionera?

Las Órdenes mendicantes, los jesuitas y los nuevos Institutos que fueron surgiendo en esta época, enviaron a los nuevos territorios descubiertos en Asia y América gran cantidad de misioneros. Entonces comenzaron a difundirse en Europa sus arriesgadas aventuras evangelizadoras, las cuales eran muy edificantes para el pueblo fiel, por lo que cada vez eran más los jóvenes que se animaban a seguir este tipo de vida.

Las historias más ejemplares eran –y son– las de los misioneros mártires. En efecto, a Europa y América llegaban los impactantes testimonios de los misioneros jesuitas, dominicos, franciscanos y agustinos que morían víctimas de las persecuciones en Japón. Éstas habían comenzado varias décadas después de que, en 1549, llegara a aquella isla san Francisco Javier (1506-1552).

Cada año morían decenas de misioneros y cientos de cristianos japoneses

Desde finales del siglo XVI, cada año morían decenas de misioneros y cientos de cristianos japoneses. Fue tan cruenta la persecución, que en torno a la década de 1630 dejó de enviarse misioneros. En total, la cifra de víctimas mortales se elevó a más de 3000. Y fueron muchos más los que padecieron grandes penalidades en las persecuciones.

Pero ello no impidió que miles de japoneses mantuvieran en secreto su fe hasta que en 1865 se permitió a la Iglesia evangelizar aquel país. Debido a que, durante los años de persecución, aquellos cristianos no tenían sacerdotes ni ningún apoyo pastoral de la Iglesia y, además, debían ocultar su religión, desarrollaron una religiosidad muy impregnada de elementos budistas, sintoístas y animistas que, después, tras el regreso de los misioneros, hubo que depurar y reconducir. Por otra parte, en los siglos XVII y XVIII también hubo misioneros y laicos mártires en China y en otros lugares de misión.

¿Cómo surge la reforma trapense?

Como consecuencia de los acuerdos entre la monarquía francesa y la Santa Sede alcanzados en el siglo XVI, los grandes monasterios franceses –masculinos y femeninos, de todas las Órdenes– pasaron a ser encomiendas gestionadas por la monarquía, de tal forma que eran los reyes los que nombraban a sus superiores, que eran escogidos entre las familias aristocráticas, para que éstos se ocupasen de que buena parte de sus enormes beneficios económicos fuesen a parar a las arcas de la Corona.

En la práctica, estas comunidades tenían dos superiores:

  • el nombrado por el rey, que sólo iba al monasterio para controlar las cuentas o enviaba en su lugar a un vicario
  • el elegido por la comunidad, que era quien ejercía de superior regular.

Obviamente, esto supuso un duro golpe a la vida monástica francesa.

Por diversas circunstancias familiares, Armando Juan le Bouthillier de Rancé (1626-1700), fue nombrado por el rey, cuando sólo tenía 11 años, abad del monasterio cisterciense de La Trapa –en francés La Trappe–. Este cargo, junto a otros, le convirtieron en una persona muy rica.

Se dedicó a los estudios eclesiásticos desde muy joven y se ordenó sacerdote con 25 años, aunque llevaba una vida mundana y desordenada, lo cual comenzó a crearle problemas de conciencia. A la edad de 34 años, varios acontecimientos le movieron a cambiar su estilo de vida y a desprenderse de todas sus posesiones salvo de la abadía de La Trapa.

Pasados tres años, decidió hacerse monje, con el permiso del rey. Así, tras hacer el noviciado, pasó a ser el abad regular de La Trapa, emprendiendo en 1664 su reforma. Para ello estudió a fondo la Regla de san Benito y la espiritualidad cisterciense. Pero la vuelta a la antigua observancia que él promovió, con su trabajo manual, silencio y ascesis, provocó que fuera acusado de jansenista. Afortunadamente supo defender su catolicidad y pudo consolidar la reforma.

Ésta llegó también a las monjas cistercienses, pues la abadesa del monasterio de Les Clairets, que estaba bajo la jurisdicción de La Trapa, le rogó al abad Armando Juan que le ayudase a reformar su abadía. Dicha reforma fue aceptada progresivamente por las monjas de aquella comunidad. Lo mismo ocurrió con otras tres abadías femeninas. Así, pasado el tiempo, la reforma trapense se extendió por otras muchas abadías masculinas y femeninas, que acabaron constituyendo la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia. También se les conoce como trapenses y a sus monasterios se les llama trapas, aunque en la actualidad, por lo general, se hacen llamar simplemente cistercienses.